De paso por las tierras del hidalgo soñador, un personaje inmortal de la historia.

Considerado un núcleo de poder y de tradición histórica, Zaragoza es un paso obligado en el camino hacia las tierras de la Mancha, donde el hidalgo de lanza y adarga antigua cabalgaba en el rocín flaco que recuerda la historia.

Levantado a orillas del río Ebro, el baluarte aragonés fue de los reinos medievales más importantes de la Península Ibérica. Parar en él permitió revisar la historia antes de evocar los recorridos de Don Quijote a lomos de Rocinante por las llanuras manchegas.

Fueron esas andanzas en compañía de su fiel escudero Sancho las que inmortalizó el libro español más universal de cuantos se haya escrito hasta entonces y las que hicieron de Castilla-La Mancha una región tan conocida.

Mi recorrido no contempló ese acercamiento. No pude detenerme en los molinos de viento que Don Quijote confundió con gigantes, ni llegar al Toboso: el hogar de Dulcinea.

Tampoco al sitio donde estuvo preso Miguel de Cervantes y escribió las primeras líneas de su obra.

Muy a mi pesar pasé sin poder hacer esa escapada rural, sin reparar en esas estructuras del siglo XVI, típicas de aquellas casas de hidalgos y labradores manchegos que describían mis libros. Pero, ese sería el pretexto para otra incursión en la tierra española.

La Ruta del Quijote es una aproximación cultural que reproduce los pasos del hidalgo enloquecido por los caminos y pueblos de la Mancha, pequeñas poblaciones que viven al margen del estrépito de las ciudades, en las planicies de Castilla.

Pero, como viajera incansable, con necesidad de peregrinar y que respira cuando está en movimiento, puedo imaginar lo que hay más allá cuando el autobús avanza por la llanura amarillenta del paisaje castellano.

Fragmentos de esa ilustre novela venían a mí mientras recorría ese tramo, porque justo de esa tierra, de una región conocida como Alcalá de Henares, era el autor, cuya personalidad se desvela a través de ese hidalgo caballero.

Es con el cantar de gesta de Don Quijote y a través de la huella que deja su personaje que Cervantes interviene para salvar la cultura del honor y la generosidad, en un tiempo complejo en la España medieval.

Más allá de reyes y emperadores, si una cosa sobrevivió a todas las épocas fue el caballero de la triste figura, quien simboliza lo hermoso del espíritu humano. Él logró trascender el tiempo turbulento en el que fue creado.

La novela narra las aventuras de Alonso Quijano, un hidalgo pobre que de tanto leer novelas de caballería acaba por enloquecer y creerse un caballero andante. Su imaginación le hace ver el mundo real como si fuera el de los libros.

Aproximarme a esas tierras, con sus campos ásperos y desnudos, donde se forjaron personalidades poderosas, hace que recuerde a ese hombre terco, valiente y de opiniones firmes.

Aquel, cuya valía residía en su alma ingenua y curiosa, y en valores como la amistad, la virtud y el honor de caballero.

Y como casi siempre resulta, al lado de cada figura loca, está la cuerda, llena de sentido común, el hombre realista y bonachón, el labrador llano y sencillo que decide acompañarlo y que encarna la figura de Sancho.

Memorias relevantes aquellas del caballero de la Mancha que sale en busca de aventuras para mejorar el mundo. Un mundo que le tocó vivir al autor, quien llega a los 60 años solo y triste después de tantos amargos episodios.

Una realidad donde no hay el sentido del honor expresado a través de los caballeros, capaces de desafiar grandes peligros por defender las causas de quienes necesitan de una espada justiciera, dispuesta a hacer valer el ideal de lo justo y lo ético.

Yo reverencio la extraordinaria locura de Don Quijote, porque él sale con la edad de Cervantes a ese mundo vulgar, de bribones, de sálvese quien pueda, con ese sentido elevado.

Un tipo solitario, un hidalgo que la vida casi ha derrotado, pero en lugar de sentarse a esperar la muerte, decide desafiarlo todo y salir enloquecido a hacer valer sus principios.

Esa lucha contra la derrota, la vejez, la impotencia, la soledad y la tristeza para convertirse en héroe es uno de los rasgos de mayor valentía de ese caballero, quien cabalga por los campos polvorientos de Castilla, unas tierras yermas y nada espléndidas como la ven sus ojos.

Entre el delirio y la locura, él abandona la casa lúgubre donde no ocurría nada y convierte su andar en algo extraordinario. Es de esos personajes con causas, con nobles ideales, armados de empeños altruistas, que hacen mejor a la humanidad.

Donde él busca la virtud, la verdad y la palabra, reina la intolerancia. La época en que es creado El Quijote es de juicios, inquisición, persecuciones, engaños, de gente pilla. Su locura es de quien quisiera que el mundo fuera mejor.

Quijote es un soñador y los soñadores son los personajes más inmortales de la historia, porque no se rinden, ni se quebrantan.

Son espíritus incapaces de reconocer una derrota, porque su poder de soñar va más allá de cualquier golpe que la vida le dé.

Tanto él como Sancho cabalgan por esas llanuras buscando otros ejes, otras formas de civilización que habían desparecido para la época. Él se da el lujo de ver el mundo que quiere ver y desafiar lo que deba ser desafiado.

Cinco siglos han pasado y la novela se sigue leyendo, porque es una de esas cosas que hizo a España grande. Por eso las notas de Serrat llegaron para quedarse.

“Hazme un sitio en tu montura caballero derrotado, que yo también voy cargado de amargura y no puedo batallar. Ponme a la grupa contigo, caballero del honor y llévame a ser contigo pastor. Por la manchega llanura se vuelve a ver la figura de Don Quijote pasar”.